LOS HERMANOS SEAN UNIDOS

Revista Cosmopolitan, 1º/10/2006

Según varios estudios, la relación entre pares es más fuerte que la que se tiene con los padres. ¿Mito o realidad?

Se alían, se pelean, se imitan, se repelen, y –más allá de las idas y vueltas- pasan un tercio del día juntos. Investigadores de todo el mundo aseguran que, dentro y fuera de la familia, el llamado “vínculo horizontal” es el lazo más fuerte de todos. ¿Los padres ya no influyen como antes? Todas las opiniones.

En las primeras hojas de un libro nuevo, Iván -nueve años, pelo dorado, dos murallas en los dientes de adelante- escribió una dedicatoria. “Para Julia mi hermana que odio: cuando termines el libro dámelo. Chau. Te odio y te quiero mucho”. En la familia dicen que Iván nunca le había escrito a su hermana algo tan lindo. Algo tan sentimental. Y cuando Julia –once años- lo vio, le contestó algo previsible: “Gracias, Iván. Yo también te odio y te quiero”.

Esa es, quizás, la mayor coincidencia entre ellos.

Debe ser ese rechazo que tiene tanto que ver con el amor, esa inevitable forma de estar juntos, esa condena dura pero a la vez estupenda de crecer con hermanos, lo que llevó a que varios investigadores –en Canadá, Estados Unidos y Europa- se animen a decir en masa, y en estos últimos tiempos, que las relaciones de hermandad marcan más la personalidad que las que existen con los propios padres. Estos estudios están basados, principalmente, en una hipótesis discutible: como los padres trabajan todo el día afuera, y como las niñeras obedecen órdenes y no entran en el terreno de “formación de valores” de la vida familiar, lo único que hay a mano es un hermano.

Este sorprendente paradigma está basado en números: un relevo hecho en 1996 por la Universidad de Penn State (Estados Unidos) subraya que, para el momento en que un chico tiene once años, pasa el 33 por ciento de su tiempo libre con sus hermanos (un número que supera al tiempo con amigos, padres, docentes o en solitario). “En general, los padres son como los directores de un hospital –comparó el psicólogo Daniel Shaw, uno de los investigadores de Penn State-. Y los hermanos son como las enfermeras de guardia: están cerca todos los días”.

Un paseo por los medios puede respaldar, al menos en parte, esta hipótesis. Darío Lopilato asegura que entró en la actuación por influencia de su hermana menor, Luisana (un itinerario que también se reptió con Tomás y Dolores Fonzi). Sebastián Ginobili fue tan influyente en su familia que sus dos hermanos –Leonardo y el Manu- terminaron jugando al básquet como él. Javier y Andrés Calamaro, aunque desde esquinas distintas, se dedicaron ambos a la música. Raúl Castro es la única persona en la que Fidel confió al momento de delegar el mando en Cuba. Y Diego Maradona le debe a su hermano Hugo (El Turco) el inolvidable gol a los ingleses, durante el mundial de México ‘86. Según él mismo contó varias veces, había hecho la misma jugada en 1981, durante un amistoso contra Inglaterra. Pero al llegar al arco, en vez de amagar ante el arquero y eludirlo, pateó y la pelota quedó afuera por poquito. Un rato después Maradona recibió la llamada de Hugo: “¡Boludo! No tendrías que haber tocado… –le dijo-. Si vos le amagabas, enganchabas para afuera y definías con derecha, entraba… ¿entendés?”. Cinco años después Maradona volvió a tener la oportunidad, y demostró haber entendido. “Definí como mi hermano me había dicho”, explicó en su autobiografía.

¿Los hermanos son, entonces, nuestros nuevos padres? Aunque todo suena interesante, la insistencia en encontrar causales únicos para entender quiénes somos pone nervioso a más de uno. “Me indigna esta soberbia de hacer interpretaciones generales a partir de una sola variable -se enoja María Esther de Palma, miembro de la Sociedad Argentina de Terapia Familiar-. En la formación de nuestra personalidad inciden todas las influencias imaginables: desde los hermanos, hasta la época y el país en que vivimos… Si los padres están afuera trabajando todo el día, eso no tiene por qué ser visto como una ausencia: si el criterio de autoridad es claro, y los padres dejan casi todo pautado antes de irse, los hijos siguen ese orden”.

¿Nos gusta? La anécdota circuló por la familia una, dos, mil veces. Cuando María Celeste y Jimena eran dos niñas, y alguien le ofrecía algo a Jimena (tres años menor), ella miraba a su hermana y le hacía la pregunta de rigor: “¿Nos gusta, Cel?”. Recién ahí, si la respuesta era un “nos gusta”, Jimena aceptaba una salida, un alfajor, una propuesta decente.

Esa búsqueda de amparo en un hermano es catalogada por los investigadores como “influencia horizontal”. Y parece que es más fuerte que la “vertical”. “Mi hermana era mi ídola, mucho más que mi vieja -recuerda y confirma Jimena, ahora de 26 años, estudiante de Comunicación en la Universidad de La Plata-. Yo escuchaba la misma música que ella, me vestía como ella… Eso a Celeste le generaba rechazo, nos peleábamos mucho. Hasta que mi hermana se fue de Cipolletti (Río Negro) para estudiar Antropología en La Plata, y esa distancia nos permitió volver a ser amigas”.

Casi cuatro años después, Jimena también fue a estudiar a La Plata (un trayecto que –cinco años más tarde- también repitió Pablo, el hermano menor). Ambas llevan ya siete años juntas en Buenos Aires, un tiempo prudencial que permitió a cada una hacer su vida, su pareja, sus cosas. “Pero es el día de hoy que tenemos un vínculo de muchísima complicidad –asegura Jimena-. Los temas iniciáticos sobre el sexo, las salidas, y los varones yo los hablaba con mi mamá pero hasta ahí, porque si mi mamá me daba recetas para el amor yo estaba perdida: esas recetas eran de otra época”.

Detrás de Celeste y de Jimena llegó Pablo, que ahora tiene 21 años. “Al ser el único varón, Pali tiene la ventaja de saber un montón sobre las mujeres -asegura Celeste-. Nosotras nos metemos y le preguntamos sobre todo: las chicas, la vida sexual, el estudio. Y además le contamos cómo puede llegar a reaccionar y pensar una mujer. Digamos que llegó al mundo con algunas cosas resueltas”.

Según los estudios sajones, el orden de nacimiento deja marcas en la personalidad de un individuo. Uno de los expertos en el tema es el americano Frank Sulloway, autor del libro Nacidos para ser rebeldes e investigador del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT). Sulloway afirma que los primogénitos son más responsables y dominantes (y eso en el futuro los transformará en individuos más aptos para ganar dinero); que los del medio son una suerte de jamón del sándwich (tienen un 25 por ciento menos posibilidades que el hermano mayor de ir a una escuela privada, y cinco veces más chances de repetir el año); y que los menores -aunque podrían vivir más relajados- también juntan una bronca que luego se transforma en estallido: al no poder hacer lo mismo que sus hermanos mayores, se rebelan contra ese límite (los ejemplos puestos por Sulloway son Karl Marx y Fidel Castro: ambos hermanos menores).

¿Es todo tan fácil, tan claro, tan perfecto? “Los yankis siempre hacen esas estadísticas raras –previene la psicóloga Beatriz Goldberg-. El lugar que tienen los hermanos indirectamente está siempre marcado por los padres. Son ellos quienes les van dando a sus hijos un rol determinado: el inteligente, el rápido, el rezagado, el que compite. Los padres siempre están para bajar línea”.

Iris Pugliese, co-directora del Centro Psicoanalítico Argentino, coincide con Goldberg. Pero agrega que, eso sí, la hermandad es un buen laboratorio de ensayo de lo que será, más tarde, la inserción en un ámbito social más amplio. “Por ejemplo, si un hermano mayor tuvo que hacerse cargo de sus hermanos menores, seguramente al momento de tener hijos volcará todo un caudal que ya venía trabajando de antes” explica.

“Soy catorce años mayor que mi hermano Daniel, y su llegada a la familia fue vivida por mí como una especie de práctica de lo que sería mi maternidad, que llegó siete años después -confirma Susana Santillán, 56 años, empleada en una escribanía-. Para mí, Dani fue como un hijo: le cambiaba los pañales, lo cuidaba, estábamos mucho tiempo juntos”.

“Cuando yo fui creciendo, entre nosotros había mucha complicidad -agrega Daniel, de 42 años, empleado en una casa de computación-. Quizás ella no me tirara letra para levantarme chicas, pero sí lo hacía su marido. Y siempre que llevaba a una chica a comer a su casa, antes Susy me llamaba y me decía: ¿Ésta cómo se llama? Porque tenía miedo de hacer lío con el nombre”.

Los fantasmas.

Sin embargo, para la psicóloga Silvia Loza Montaña -que trabajó durante un par de años en la Clínica de Terapia Familiar de San Diego- esta profusión de investigaciones más o menos serias tiene que ver con un fantasma social que desvela a las sociedades americanas y europeas: “Allá, las familias están ceñidas a un modelo bastante individualista, cosa que todavía acá no sucede –explica- El estilo de vida yanki llegó a un punto en el que cada uno tiene su habitación y su computadora y no tienen momentos para compartir entre todos. Y desde los claustros están tratando de ponderar qué tipo de consecuencias puede traer, socialmente, este modelo de familia”.

Además de psicóloga, Silvia es madre de Julia e Iván -los dos niños que dieron testimonio en los comienzos de esta nota- y es esposa de Gabriel Mindlin, un físico que, en tiempo de fuga de cerebros, fue varios años a trabajar y vivir con su familia a Estados Unidos. Allí, con los hijos en pleno transplante cultural, Silvia y Gabriel vieron cómo la hermandad era, a pesar de cualquier diferencia, un sistema aparte dentro de la casa. “Lo único que nuestros hijos tienen en común es que forman una cultura propia en contraposición a la de los padres –explica Silvia-. En casa, entre ellos empezaron a hablarse en inglés, y a nosotros nos hablaban en español. Y es el día de hoy que, si quiero explicarle algo a Iván, muchas veces Julia me interrumpe y me dice “Así no te va a entender”, y entonces ella se lo explica con sus propias palabras”.

Aunque la odie, aunque la quiera, aunque la quiera ver lejos, Iván a Julia –entonces- la entiende. “Yo noto que él sigue lo que yo hago –asegura Julia-. Por ejemplo, ahora se enganchó más y lee sus libros, pero antes si yo leía un libro siempre me pedía que después se lo preste. O si yo estudiaba guitarra, él también quería lo mismo. Tiene esas cosas”.

Iván no quiere admitir que tiene esas cosas.

“Sí, aprendo algunas cosas de ella… -duda Iván-. Hace unos días me enseñó un truco para hacer una cuenta, eso yo sí quería. Pero a veces quiere enseñarme algo para molestarme, como para que se parezca la muy interesante, la más grande. Y eso me molesta. Cuando nos quedamos solos, ella me dice que no mire tanta tele, se hace la mamá. Eso también me molesta”.

– ¿Y hay algo que te guste?

– Lo que me gusta es que siempre estoy enojado con ella.

– Algo que te guste.

– Pará: entonces a veces yo estoy haciendo algo y ella se mete como para perdonarme, y empieza a hacer algo conmigo, y empezamos a ver cualquier boludez juntos… Y ahí nos empezamos a reír.

Y cuando ríen, dice Iván, se olvidan del odio.