“DIVANES AL PASO”, TÍPICAMENTE ARGENTINO

LA NACIÓN REVISTA, 6/08/06.

SECCIÓN SOCIALES — LA ARGENTINIDAD …AL PALO

Claudio Weissfeld. Asesoró: Lic. Iris Pugliese.

El caso que más recuerda ocurrió a mediados de 2001, cuando la recesión económica asediaba al país. “Sube un hombre joven, un hombre bien, y me pide que lo lleve a Santa Fe y Juncal. Estaba casi llorando. Me dice que tenía una empresa que estaba a punto de cerrar, que se iba a la quiebra, y que no sabía cómo decírselo a la familia. No sabés la cara de desesperación del tipo, yo le decía que todos la estábamos pasando mal y que todo el mundo tenía algún problema. En esa época había muchos en esa situación, pero de esto todavía hoy me acuerdo”, cuenta el taxista José Pacín, y ante la pregunta de cuánto duró el viaje, responde: “No más de quince minutos”.
Pacín conduce uno de los más de 30.000 taxis que circulan por la ciudad. Para él escuchar los dilemas ajenos “es parte del trabajo, pero también es entretenido”. Y asegura que “es más fácil resolver los problemas de otro que los propios”. En el asiento trasero de su Peugeot 504 aún se respiran dramas y reflexiones de cientos de pasajeros.
José Pacín es taxista y uno de los prototípicos psicólogos ocasionales de la ciudad

Taxistas, peluqueros, manicuras y bartenders son tal vez los mejores ejemplos de psicólogos ocasionales que proliferan por la ciudad y hacen de su oído una herramienta de trabajo más. Su función de conducir un auto, de cortar el pelo, de calar manos o de servir un trago pasan a un segundo plano cuando el cliente se acomoda y tiene tiempo para hacer una pausa. Y hablar.
Puede dar fe de ello Mariano Luna, que desde hace diez años trabaja en la peluquería Duilio, en el barrio de Recoleta. “He escuchado de enfermedades, muertes, engaños amorosos… La gente me cuenta de todo, pero yo trato de no involucrarme porque si no termino sin energía. Escucho, pero no analizo tanto lo que me dicen”, señala.
El barman Oscar Chabres lleva casi 20 años detrás de la barra del sexagenario Hotel Claridge, y tiene muchas historias acumuladas en sus copas.
Una de las historias en las que Luna no quiso involucrarse es en la de una mujer de unos cuarenta años que, entre secadores y revistas de chimentos, le confesó que luego de cortarse el pelo tenía una cita con un hombre que no era precisamente su marido. “Venía todas las semanas a arreglarse y después se encontraba con el amante, que al poco tiempo también empezó a venir acá a cortarse el pelo”, cuenta Luna, que, para colmo, también conocía al marido engañado, que muchas veces pasaba a buscar a su mujer. “Yo los saludaba a los dos. Mientras él esperaba, le ofrecía un café, le preguntaba cómo andaba todo, cómo le había ido en su partido de polo…” El hombre jamás sospechó que Luna no sólo sabía acerca de las aventuras amorosas de su mujer, sino que, además, conocía que el motivo del engaño eran los malos tratos que recibía en su relación matrimonial: “El le pegaba y ella era muy sumisa, hasta que llegó un momento en que se hartó”, cuenta. La situación pasó a ser digna de un culebrón televisivo cuando en una ocasión ella llegó junto con el marido justo cuando su amante estaba saliendo. “Hicieron como que no se conocían. ¿Si me puse tenso? No. Más bien me dio risa”, recuerda Luna.
Historias similares se escuchan constantemente en el salón de belleza Peluqueros Contemporáneos, según cuenta Laura Cortázar, que allí, en pleno centro porteño, ha limado uñas y depilado piernas de centenares de mujeres. “Una comienza a hablar de si trabaja por acá, de qué está haciendo, a qué se dedica, y va saliendo la charla. De mujer a mujer formamos como una alianza”, señala esta manicura de 30 años de experiencia. Dice que las charlas sobre “aventuras y amoríos” son moneda corriente en el local, pero la que más la ha impactado es la historia de una señora mayor a la que atendía en su domicilio. “A veces se escuchan cosas feas”, reflexiona, y cuenta: “La mujer tenía cerca de 80 años y me contaba que su propio hijo le pegaba. Que no la dejaba comer con su familia y que se cobraba su jubilación. Me hablaba y llorábamos juntas. Se atendía una vez por mes más para desahogarse que para arreglarse los pies. Necesitaba hablar con otra persona”. A diferencia de Luna, Cortázar no podía quedarse al margen de lo que le ocurría a su clienta. “Me puse tan en defensora que quise ir a hablar con el hijo, pero ella me pidió por favor que no, que iba a ser peor”, recuerda.
¿Qué lleva a una persona a correr riesgos y contar sus intimidades a un extraño? “Muchas veces, una persona desconocida logra mantener un poco su propia intimidad en el anonimato”, explica Ricardo Seldes, director de Psicoanálisis Aplicado a las Urgencias Subjetivas de la Actualidad (Pausa), una organización que desde 2005 se dedica a la atención de lo que Seldes denomina “pacientes ocasionales”, o sea, personas que en un momento de crisis pueden requerir atención psicológica sin necesidad de pedir un turno con antelación. “Una vez nos llamó una mujer desde la peluquería misma. Vio un aviso en una revista y nos llamó desde el celular”, recuerda Seldes.
De sus cinco años de experiencia al volante de su 504, Pacín recuerda otras situaciones (además de la del hombre desesperado en 2001) en las que tuvo que ponerse el disfraz de Sigmund Freud frente a personas de las que jamás supo ni siquiera el nombre. Cuenta de una chica de veinte años que se subió en la esquina de Cabrera y Scalabrini Ortiz con “la cara desencajada”, y ante su pregunta de qué le pasaba, se largó a llorar mientras le contaba que su padre tenía un cáncer terminal. “Quedate con él, dale cariño, abrazálo. A veces el amor puede hacer cosas que la medicina no logra”, improvisó el taxista.
Iris Pugliese, codirectora del Centro Psicoanalítico Argentino, explica que en estos casos lo que se suele esperar del interlocutor es “una opinión o una muestra de simpatía y respeto hacia la persona en conflicto. El interpelado, en la medida en que no es un experto sino una ocasional escucha, no puede responder con neutralidad, como lo haría un psicólogo, y menos aún ayudarlo a discriminar la paja del trigo. O sea que el psicólogo por un rato va a aconsejar o verter su opinión desde su propia perspectiva y experiencia de vida, si es que contesta”, señala Pugliese.
Más allá de la ayuda, o no, que pueda proporcionar el repentino analista, Seldes rescata que “es preferible que una persona hable con el del bar o con el taxista, antes de que vaya al médico para que le dé una pastilla”.
Según Bhadir Maluf, bartender del White Bar del Hotel Madero, su trabajo, más que al de psicoanalista, se parece al de un psiquiatra, ya que al “paciente” se le “receta” una sustancia. A diferencia de lo que ocurre con los taxistas, la relación entre un bartender y su cliente suele ser más cercana y duradera, aunque rara vez sale del ámbito de las luces tenues y las copas llenas. Oscar Chabres, tras casi veinte años en el bar del sexagenario Hotel Claridge, ha cruzado más de una vez al otro lado de la barra para palmear la espalda de un cliente apesadumbrado. El caso que más recuerda es el de un hombre que enviudó a principios de 2005 y quedó solo, ya que sus hijos y hermanos viven fuera de la ciudad. Para Chabres, se trata un caso especial: también él perdió a su mujer en esa época.
“¿Preguntó alguien por mí?”, le dijo una tarde el hombre, algo nervioso, luego de pedir su clásico Dry Martini.
“No –contestó Chabres–, ¿por qué?”
El hombre le contó que había arreglado una cita a ciegas con una mujer que había conocido a través de Internet. Según Chabres, la señora resultó ser “una mujer linda, muy agradable”. Cenaron en el bar y después salieron. Desde aquella tarde, durante casi un mes, el barman vio a su cliente entusiasmado con su nueva relación. Pero un día llegó con otra cara. “Oscar: ahora estamos iguales de nuevo”, le dijo y pidió su Dry Martini.
“Me di cuenta de que estaba mal por la forma en que me lo pidió. Cuando hablaba, cada tanto se levantaba los lentes y se frotaba los ojos. Lo llevé a una esquina de la barra y charlamos como media hora. Le dije que iban a aparecer otras, que era mejor que pasara ahora y no más tarde”, relata Chabres.
Como ésta, son muchas las desventuras amorosas que derivan en afligidas confesiones en alguno de los más de 11.000 bares que pueblan la ciudad.
Diego Olivera, que durante años sacudió la coctelera en Mundo Bizarro, de Palermo, recuerda que una vez por semana venía un estadounidense que tomaba Pisco Sours. Un día, luego de contarle a Olivera que su novia lo había dejado, le hizo un pedido extravagante: “Quiero que me des un trago que sea mi chica”.
“Estaba bueno como desafío, pero al mismo tiempo pensaba: si lo hago mal, este pibe no vuelve más”, recuerda Olivera, que salió airoso de la situación tras prepararle un cóctel a base whisky, vermouth, bitter, pomelo y miel. “¡Esta es mi mujer!”, cuenta que exclamaba el cliente mientras bebía.
En tanto, Julián Díaz, del bar Ocho7Ocho, de Palermo, rescata confesiones ante las cuales se ha quedado sin palabras. Desde un hombre que le contaba cómo estafaba a señoras mayores aduciendo que las ayudaría a sacar dinero del corralito a través de sus contactos bancarios, hasta un muchacho que admitía su devoción por los travestis. “Solía venir con su novia, pero cada tanto caía solo y me contaba eso. Yo no sabía qué decirle”, relata.
La afición de los porteños por el psicoanálisis es gran responsable de que la Argentina sea uno de los países con la tasa de psicoanalista por habitantes más elevada del mundo: uno por cada mil argentinos. Si bien los psicólogos espontáneos son comunes en muchas de las grandes urbes, no suena extraño que Buenos Aires se haga eco de este fenómeno. “Puede ser porque somos latinos, expansivos, y necesitamos abrir nuestro corazón cuando estamos con otros; no sólo por una cuestión de catarsis, sino porque somos espontáneos y poco reservados –opina Pugliese–. Esto tal vez no pase en algunos países de Europa, o en China, donde suelen ser más desconfiados y no se les ocurriría hablar con un desconocido acerca de su propio mundo interior”, concluye.
“Entonces, nos vemos la semana que viene”, se despide el psicólogo luego de los cincuenta minutos de sesión. Mientras tanto, un barman junta la propina y pasa un trapo por la barra, un peluquero barre el pelo del piso y un taxista estira su brazo para poner el reloj en cero. A sus pacientes los acaban de despedir con un simple “chau”. Su trabajo, después de todo, no les asegura que vayan a volver a verlos.
Sesiones de película
“La voy a matar con una pistola calibre 44 (…). ¿Has visto alguna vez lo que una pistola calibre 44 le puede hacer a la cara de una mujer?”, le pregunta un alterado pasajero al taxista, antes de bajarse del auto, mientras observa la ventana de un departamento donde su mujer le está siendo infiel. La escena corresponde a Taxi driver, el film de 1976 en el que Robert De Niro interpreta a Travis Bickle, un taxista nocturno que observa y absorbe las miserias y la violencia de las noches neoyorquinas. Es casualmente el director del film, Martin Scorsese, quien interpreta a ese irritado pasajero que confiesa a Bickle sus intenciones homicidas. Este tipo de desaho­go casual ha sido fuente de inspiración para muchos guionistas y directores. Pero en el cine estas confesiones no quedan como simples comentarios al paso…
Divinas tentaciones (2000) empieza con la imagen de un sacerdote borracho (Edward Norton) que entra a un bar poco antes de que cierre, pide un whisky y empieza a contarle su historia al cantinero. Esa historia es, justamente, la trama de la película, que él protagoniza.
En El resplandor (1980), Jack Torrance (Jack Nicholson) mantiene largas conversaciones con Lloyd, el barman del siniestro Overlook Hotel. “¿Cómo están las cosas, señor Torrance?”, pregunta Lloyd en uno de esos tensos momentos. “Las cosas podrían andar mejor, Lloyd. Las cosas podrían andar mucho mejor”, responde Torrance.
La comedia melodramática Flores de acero (1989), por la que Julia Ro­berts estuvo nominada al Oscar como mejor actriz de reparto, tiene a una peluquería de pueblo como espacio para tejer historias de amistad y fricción entre seis mujeres, mientras que en El Hombre que nunca estuvo (2001), de los hermanos Coen, Billy Bob Thornton interpreta al inolvidable Ed Crane, un peluquero silencioso que toma en cuenta el comentario de un cliente locuaz para invertir en un negocio que terminará conduciéndolo al crimen.